El PLACER DE LA ANTICIPACIÓN

En uno de sus textos sobre los medios de comunicación, el escritor y filósofo italiano Umberto Eco explicó por qué las telenovelas (las llamadas “culebrones”) gustaban tanto al público a pesar de que la trama básica de todas ellas era prácticamente la misma. Esa popularidad irónicamente depende, nos decía, de precisamente eso: de que aunque las telenovelas tengan distintos títulos, se desarrollen en épocas diferentes y sus personajes no sean los mismos, podemos, con un alto grado de precisión, predecir el final desde sus primeros capítulos aunque luego se desarrolle un laberinto de situaciones en los subsiguientes y, al hacerlo, sentirnos sumamente astutos sin importarnos que ese final demore en llegar 200 capítulos después. Esa sensación de sentirnos clarividentes la atribuimos a nuestra inteligencia, y es lo que nos recompensa con una inmensa alegría. También, como otras cosas que nos dan placer, nos convierte en adictos, y una vez terminada la telenovela, esperamos ansiosos por la próxima, comenzando así otra vez el mismo ciclo. 

Con la música parece que sucede algo similar. La revista Nature Neuroscience publicó recientemente un artículo de cinco investigadores que descubrieron que al escuchar música no solo sentimos placer, algo que ya sabíamos, sino que existe una secuencia electro-química en nuestros cerebros que nos lleva poco a poco hacia al clímax de ese placer al final de la obra musical. Igual que en las telenovelas pueden sorprendernos con algún suceso inesperado aunque no se altere en esencia nuestra expectativa, en la música los patrones impredecibles mantienen nuestra atención e interés a través de la duración de la pieza pero en ambos casos también se colocan pistas necesarias para que no nos perdamos del todo.   

La revelación más importante del estudio del mencionado artículo es que esa ruta hacia el final es una importante parte del placer que sentimos. La dopamina, el neurotransmisor que nos permite reconocer un estímulo con potencial de recompensa, recorre por ciertas partes del cerebro durante una fase de anticipación, preparándonos para ese momento máximo de felicidad. 

En los casos discutidos anteriormente, esta recompensa consiste de la satisfacción causada por nuestra capacidad de perspicacia en las telenovelas, y, en el caso de la música, por algún patrón musical al final de la pieza que tenga una estrecha relación con el que escuchamos al principio.  

Los compositores siempre han utilizado su instinto y experiencia como un recurso para negarnos la satisfacción total hasta el final, por supuesto, pero el conocimiento de los eslabones de la cadena fisiológica que descifra este recurso se nos había negado hasta que la tecnología necesaria para confirmarlo no estuvo presente. En ciertos géneros musicales este proceso es más evidente que en otros. En el jazz, por ejemplo, es complejo. En la música popular, bastante simple, y en el caso de algunos formatos de la música clásica el proceso respondía a unas convenciones tradicionales. Las sinfonías, por ejemplo, se regían por ciertas normas, y sus movimientos lo hacían también de una manera individual. El primer movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven es un buen ejemplo: primero se establece un tema inicial, después aparecen variaciones y juegos melódicos para crear esa fase de tensión que anticipamos y al final aparece, para liberarnos de la ansiedad causada por dicha tensión, una resolución con una fuerza poderosa; alegría y éxtasis. Y lo mejor es que no importa las veces que hayamos escuchado esta pieza, la sensación sigue siendo la misma. Este poder de volver a conmover una y otra vez es, de hecho, una de las características definitivas de una obra maestra.

Me parece importante este descubrimiento porque no puedo dejar de preguntarme si un proceso similar ocurre también en la literatura o en otras artes donde en la obra exista algún tipo de secuencia como parte esencial de la misma. En el caso de la música y la literatura, la secuencia ocurre en nuestras mentes, pero en otras puede ocurrir también al dirigir nuestros cuerpos por alguna travesía. Este sería el caso de la arquitectura, y posiblemente también de la escultura, dependiendo de su tamaño y concepto. 

Hasta ahora hemos hablado de este fenómeno desde la perpectiva del recipiente de la obra de arte, pero, ¿y el artista? ¿anticipa él también el final de su obra con la misma sensación durante el proceso de su creación? Por supuesto, el escritor, el compositor, el arquitecto, el pintor y el escultor pueden planificar, o al menos tener una idea vaga de la expresión final de la obra, pero eso no garantiza que durante el proceso esa idea vaya mutando, lo cual es, creo yo, la parte más emocionante de la creación. El placer está totalmente presente durante este período de dudas, decisiones y hasta los llamados happy accidents, y su final es catártico. Desconozco si ese placer creativo ocurre de una manera similar al placer del descubrimiento en las personas que reciben la obra de arte, pero sí sabemos que durante la creación, muchas partes del cerebro se activan, lo cual demuestra que ese proceso es intenso y requiere mucha energía. Nuestro cerebro consume 25% del oxígeno que nuestro cuerpo posee, además de muchas de sus calorías disponibles, por lo tanto el cansancio “mental” o “creativo” del que a veces nos quejamos es fisiológicamente real. 

Para el fotógrafo, su trabajo no requiere de esa secuencia de la que hablamos ya que cada foto es un acto que se completa en segundos. Sí puede haber una planificación en el caso de la fotografía de estudio u otros casos, y también puede existir un proceso creativo adicional si alteramos la foto al procesarla o prepararla para impresión. Pero una vez se toma la foto, concluye el acto creativo esencial. Lo que sigue es un trabajo sobre una base terminada que completa el proceso creativo.